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TA SOM es un pequeño templo budista, ubicado en ANGKOR, que se caracteriza por dos peculiares entradas. En una de ellas, una monumental higuera se fusionó con la piedra del portal y la envuelve retorcida como si sus enormes raíces fueran pitones buscando ahogar la roca y es, hoy día, uno de los motivos favoritos de las fotografías turísticas. Sin embargo, no fue ese el ingreso que me atrajo.


Recorriendo el perímetro, en busca de la otra entrada, apareció él: el tatarabuelo de los Transformers...


Actualmente, el desgaste de la piedra erosionada y el avance de la vegetación selvática, le han otorgado al otrora buda sonriente la apariencia de un antiguo guerrero pétreo, erguido sobre lo que asemejan dos piernas de piedra. El antiguo buda, convertido en el generoso protector de pájaros, insectos y vegetación tropical, con su brazo de rama florecida parece saludar y dar la bienvenida a ese microcosmos de ruinas llenas de vida que, lejos de apenar por la decadencia de la gloria pasada, provocan una sonrisa colmada de ternura.


El tatarabuelo de los Transformers de lata oxidable, saluda orgulloso y pacífico desde la inmortalidad de la piedra, sabiendo que su destino de guardián de la vida será mucho más largo y glorioso que el de sus descendientes cinematográficos.

 


ANGKOR THOM es la antigua capital de Camboya. Un lugar legendario, sagrado, milenario custodiado, por donde se lo mire, por monumentales presencias de piedra; algunas benévolas en su gesto, otras terribles y amenazantes; pero todos guardianes de ese sitio que, por alguna razón que desconozco, los antiguos erigieron como capital política y religiosa, con esa lógica de las civilizaciones milenarias que enlazaba el poder político-militar con la voluntad divina.


El camino de ingreso a la ciudad sagrada es una impactante avenida que lleva del espacio profano al espacio sagrado, en un eje a cuyos lados se erigen imponentes guardianes de piedra de escala sobrehumana: a la izquierda, devas de rostros benévolos; a la derecha, demonios de rostros terribles y amenazantes. El claro mensaje a cualquier viandante de intenciones torcidas es: cuidado con tus pretensiones porque este es un sitio de sagrado poder y no se juega con él.


Tanto los devas como los demonios sostienen, bajo uno de sus brazos, el poderoso cuerpo de una cobra real que, aún hoy, en ruinas, no deja de impresionar por su majestuosidad.


Tomé fotos tanto de los devas como de los demonios custodios, pero me detuve en la belleza de los rostros de los devas, por su variedad de gestos y de rasgos -todos son diferentes- y por la paz búdica que se desprende de cada uno de ellos. No son representaciones de Buda -aunque a primera vista pudieran parecerlo- son mucho más antiguos y no son los retratos de hombres iluminados sino de divinidades protectoras de gestos calmos y beatíficos, eternamente fuera de las miserias del mundo de los hombres. Pareciera que estando de su lado nada malo pudiera sucederte, así que ingresé a la ciudad sagrada solicitando paz y resguardo a los devas custodios.

 


Los amaneceres y los atardeceres ejercen una particular fascinación en mí. No puedo resistirme a las luces, a los colores, a las formas de las sombras proyectadas, a las texturas…


No puedo afirmar que este ocaso captado en la pasarela de madera, sobre el lago que conduce al templo de NEAK PEAN, en Camboya, haya sido una fotografía riesgosa, pero sí por lo menos, me resultó inquietante: no había viento, el agua estaba inmóvil, no se sentía el canto de pájaros ni el zumbido de insectos, pero de pie, en esa enorme cinta de madera de unos doscientos metros de largo, no demasiado ancha y suspendida a escasos centímetros del enorme lago, podía sentir un extraño ruido que venía de bajo la superficie. Un ruido raro que no podía asociar al nado de los peces, pero que era de origen animal.


Mientras fotografiaba a ese extraño sol de contornos irregulares contra un fondo blanquecino, como salido de un sueño, no podía dejar de pensar que, tal vez, bajo mis pies, a pocos centímetros, hubiera cocodrilos y otros animales amenazantes al acecho.


La verdad es que nunca vi a un cocodrilo u otro animal que pudiera ponerme en peligro. El lugar era por demás de tranquilo y lánguido, nada amenazante; pero aun así no dejé de sentirme inquieta hasta que estuve en tierra firme.


Cuando llegó el momento de regresar, lo hice rápidamente, sin detenerme, pensando que, por suerte, no fui el bocado elegido por los cocodrilos de mi imaginación.

 

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