
El espejo de agua anónimo me tenía preparada una última sorpresa antes de la partida: a mi izquierda estaban de pie, sobre una pequeña balsa de troncos, los novios del lago.
Hasta el momento todo me había resultado tan irreal como un sueño, pero ahora, los jóvenes novios elegantemente simples, resultaban la única presencia real en ese entorno gris suspendido en el tiempo.
Ella, tan frágil y femenina, tan bella como las muñecas de porcelana de los escaparates, mirando soñadora al horizonte mientras, con una mano aferraba un ramito de flores multicolores y, con la otra, tomaba la mano de él, su esposo, tan guapo, tan masculino, tan presente… En silencio expresé mi deseo de que, pase lo que pase, nunca suelten sus manos y afronten las sorpresas y los peligros de la vida unidos.
No pude evitar sentir una profunda ternura mezclada con la certeza de estar presenciando una ceremonia en un lugar sagrado. Aunque el lago no fuera un templo, se sentía como tal.
Traté de tomar las fotos con el mayor cuidado de mis movimientos, para no quebrar la silenciosa sacralidad del instante. Y mientras las imágenes se sucedían en la cámara, no pude dejar de desear que la plácida felicidad que yo sentí por unos minutos, siendo testigo de la anónima boda, se volviera eterna.