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El espejo de agua anónimo me tenía preparada una última sorpresa antes de la partida: a mi izquierda estaban de pie, sobre una pequeña balsa de troncos, los novios del lago.


Hasta el momento todo me había resultado tan irreal como un sueño, pero ahora, los jóvenes novios elegantemente simples, resultaban la única presencia real en ese entorno gris suspendido en el tiempo.


Ella, tan frágil y femenina, tan bella como las muñecas de porcelana de los escaparates, mirando soñadora al horizonte mientras, con una mano aferraba un ramito de flores multicolores y, con la otra, tomaba la mano de él, su esposo, tan guapo, tan masculino, tan presente… En silencio expresé mi deseo de que, pase lo que pase, nunca suelten sus manos y afronten las sorpresas y los peligros de la vida unidos.


No pude evitar sentir una profunda ternura mezclada con la certeza de estar presenciando una ceremonia en un lugar sagrado. Aunque el lago no fuera un templo, se sentía como tal.


Traté de tomar las fotos con el mayor cuidado de mis movimientos, para no quebrar la silenciosa sacralidad del instante. Y mientras las imágenes se sucedían en la cámara, no pude dejar de desear que la plácida felicidad que yo sentí por unos minutos, siendo testigo de la anónima boda, se volviera eterna.

 

Actualizado: 16 feb 2019



Nunca supe adónde habíamos parado y, mucho menos, el nombre del lago mágico que parecía desafiar a las leyes de la física porque casi en el mismo instante, pero ahora mirando hacia el centro, ocurrió otra escena onírica: un grupo de bailarines, al son de una melodía inexistente, bailaba sobre las aguas.


Luego de unos momentos pude percibir una delgadísima lengua de arena blanca sobre la que desplazaban su danza de pájaros a punto de remontar vuelo: eran como flamencos desplegando alas; hombres y mujeres moviéndose con gracia y sutileza en medio del silencio, ensayando una coreografía muda, pero a la que podía adivinarle la melodía.


Sublime. El regalo que me dio esa parada en el lago, de nombre desconocido, fue la experiencia de lo sublime, de esa emotiva sensación de quedar sin palabras ante la contemplación de la belleza inabarcable; pero todavía el lago tenía un regalo más para darme, a mi izquierda, antes de que la llamada para subir al micro rompiera el hechizo.

 



A menudo, el tiempo que se pasa en los caminos que nos llevan de un sitio al otro en las excursiones, se vuelve un “no tiempo”: tedioso, incómodo, “acalambrante”… Se sienten todas las irregularidades de la butaca sobre la que el destino hizo que apoyaras tu humanidad y, entonces, cada uno de los huesos y cada una de las fibras musculares se queja. A todo esto hay que sumar el ruido del motor; ese mantra cacofónico que perfora la mente y lleva a un hipnótico estado de aburrimiento resignado.


Cada tanto, el tedio se interrumpe por unos minutos: es cuando los conductores intuyen que si no frenan la marcha, la aparente calma catatónica de los viajeros mutará en la furia de una legión de zombies; entonces, se detienen en uno de esos lugares surgidos en medio de la nada que, inmediatamente y por unos minutos, se vuelven oasis para el cuerpo y la mente.


Mientras mis eventuales compañeros de viaje salen disparados del micro, yo me dedico a recorrer el sitio buscando esos paisajes y esos rincones a los que Vietnam me acostumbró y, como no puede ser de otra manera, la magia vuelve a ocurrir: a mi derecha aparece un lago de ensueño, techado por un cielo gris de nubes irregulares filtradas por luz blanca, que me hace dudar si estoy despierta o sigo todavía sumida en la ensoñación del bus.


En esta tarde templada y nubosa, el lago, totalmente planchado por la ausencia de viento, parece un espejo esmerilado sobre el que se hallan suspendidas las oscuras canoas de los pescadores, tan melancólicas en su quietud, tan irrealmente detenidas en el tiempo, porque esta imagen podría corresponder a quinientos años en el pasado, al presente o a un incierto futuro postapocalíptico en el que el único recuerdo de la presencia humana bien pudieran ser las frágiles embarcaciones.


El silencio absoluto, el mutismo de las aves, la ausencia del murmullo de la vegetación, me invitan a un emocionado momento reflexivo mientras saco mis fotos, tratando de no interferir con la paz que sólo pueden conocer aquellos lugares que conocieron la estridencia y la destrucción de la guerra.


Tal vez, por eso, Vietnam es tan reverencialmente calmo y armónico. Tal vez, por eso, ni los sonidos ni los colores son disonantes. Tal vez, por eso, Vietnam es el recordatorio perfecto de lo maravilloso que es para los seres humanos vivir en paz y en armonía mutua y con el entorno.

 

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