
Hay sitios en los que resulta fácil y natural creer en algo superior. Son esos lugares en los que, además, es fácil adivinar a Dios como un gran artista que reserva lo mejor de sus obras a aquellos que, para poder acceder al disfrute de sus creaciones, son capaces de ponerse a prueba físicamente.
Cada vez que encuentro esa clase de lugares, en Asia, puedo entender por qué las personas son tan naturalmente espirituales y contemplativas y, también, por qué en sus cercanías han construido templos y monasterios.
El mirador del WAT PHRA BAT TAI, sobre el río Mekong, en Laos, volvió a enfrentarme al desafío de subir interminables escalones de piedra rústica e irregular, junto con cientos de tenaces peregrinos de todas partes del mundo y, también de Laos, dispuestos a gozar por inolvidables sesenta minutos de una de las puestas de sol más bellas que vi y tal vez vea en mi vida.
Los locales comentaban que hacía días que no veían el sol: el tiempo no había sido el mejor para los turistas que me precedieron; pero esa tarde, en la que visité los templos del lugar, el sol me brindó su sublime espectáculo de luces.
No había silencio. Imposible estar en compañía de cientos de personas y que no exclamaran su admiración mientras las cámaras brindaban un concierto de “clicks”; sin embargo, la actitud de todos era tan respetuosa como feliz. Estábamos unidos compartiendo una ceremonia ecuménica: una señora laosiana con su radiante sonrisa me invitó a sentarme a su lado, cediéndome parte de su minúsculo espacio, para contemplar el ocaso en su compañía. Hospitalidad laosiana, pero también empática comunicación humana sin necesidad de palabras.
Cuando el sol se escondió tras los riscos volví al tiempo profano, bajé las escaleras y seguí mi rumbo; pero cada vez que veo las fotos siento que una porción de esos 60 minutos de magia vuelve a mí, no sólo en las imágenes sino en mi alma.