Titov Island
- Bordo viajes
- 21 dic 2018
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 11 ene 2019

Son las ocho de la mañana en Titov Island.
Formo parte de una procesión de ruidosos acólitos que me anteceden y me preceden, profanando la silenciosa sacralidad de la Bahía de Halong a esa hora de la mañana.
Subimos las empinadas escaleras de piedra, gastadas por miles de pisadas, en busca del mirador desde el cual dicen, la Bahía luce como en ningún otro sitio.
Huyo de los gritos y de las charlas en lenguas conocidas y desconocidas. Todos parecen ir en pos de la imagen que atestigüe “Yo estuve allí”.
Salgo de la fila, me alejo del conjunto principal, me aíslo del ruido y me detengo en un tramo de un sendero secundario en busca de las imágenes que, cada vez que las contemple en el futuro, permitan que mis emociones y mis sensaciones vuelvan a este preciso instante, en este precioso lugar.
Mientras cavilo, mi paseo improvisado y sin rumbo por el sendero alternativo, me regala la vista que estaba esperando: la Bahía, con sus oscuros farallones, tallados por el cincel de millones de años de vientos, lluvias y el embate del mar. El agua del mismo color celeste del cielo, sin olas; sólo inquieta por el reflejo zigzagueante, entre los morros, de la luz de un sol pálido y por la estela de espuma que precede a los barquitos de los pescadores.
No hay pájaros en la Bahía. No vi aves volando ni tampoco nidos en las cimas de los morros, en sus salientes y en sus cuevas. No sentí sus voces y, tal vez, su ausencia es lo que vuelve tan inquietante el natural silencio de este lugar fuera del tiempo; de este templo natural que, a las claras, ya sufre los efectos de la contaminación por la impiadosa presencia humana.
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